El rayo.

El rayo.

 

Vamos subiendo desde el libramiento. Cuadra sí, cuadra no, la ciudad comienza a desaparecer bajo los charcos, algunos que son verdaderos embalses de agua, acuciados por un sistema pluvial inexistente y alcantarillas obsoletas, mal planificadas.

El coche aguanta bien. Permite vadear charcos y corrientes de hasta medio metro sin temor a que se vaya a apagar; ha sido dura la prueba pero vamos sin detenernos, con un aire acondicionado estropeado, ventanas entreabiertas y una toalla con la que nos secamos alternadamente brazos, cuello y tratamos de quitar el vaho que empaña por dentro el parabrisas frontal.

De pronto, el aire adquiere una consistencia distinta. Un ‘no sé qué’ y advertimos que sobre los cables de la luz que descansan de poste en poste, una danza de chispas, luz blanquecina corriendo rápida, decidida.

Luego, un crujido. Como si un bloque de hielo se hubiese fracturado por el centro, o un acrílico se hubiese hecho añicos por alguna fuerza enorme e invisible que le llevase a ceder sin oponer más resistencia.

Ahora es su turno.

El aire se rompe, las nubes desgarradas en un grito de luz y la tierra que tiembla, los cristales, las puertas, las ventanas, todo se cimbra y el sonido es aterrador, una cascada sonora que hiere los tímpanos al tiempo que los músculos, en un movimiento automático, se tensionan tratando de cubrirse de algún modo de aquella amenaza que palpita, enérgica y altiva, a una veintena de metros.

El carro no se apagó. Nosotros, mirándonos, comprobamos que estamos bien. Volteamos a los lados, no vemos incendios ni llamaradas, pudiera ser que la espada flamígera empuñada por la tormenta vespertina haya dado en una antena, descendiendo ofendida por el cable instalado para tal fin y que termina hundido en la tierra, simbólica mutación de la luz brillante y brutal en una descarga de energía inútil, dispersa por el suelo.

Acá, las tormentas eléctricas no son tan frecuentes. No hay cerros, apenas algunas lomas o colinas, con poquísimos árboles altos. Los más, árboles desérticos, se limitan a huizaches silvestres entre los que de vez en vez algún mezquite consigue sobrevivir a la sequía, al calor y a las heladas.

Amo las tormentas eléctricas. Aprendí a amarlas en otras tierras, en otros tiempos, cuando abría de par en par la ventana del cuarto de adobe y, mirando el cerro, veía los rayos cayendo uno tras otro, las luces desperdigadas y brillantes, y la amenazante certeza de las nubes cargadas.

Sigo amando los rayos, las tormentas, quizás ahora más que nunca.

Golpe brutal del cielo, aquella energía capaz de destrozar e incinerar árboles, antenas, automóviles, peatones despistados, también permite que escriba esto en el procesador de textos, al tiempo que el módem parpadea con sus luces led y en el aparato de sonido resuenan los Camina Burana bajo la batuta de Riccardo Chailly.

Francisco Arriaga.
México, Frontera Norte.
5 de septiembre de 2024.

1800.
Nam stat fua cuiq~ dies, breue et irreparabile tempus.

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