El sagrario vacío.
Nueva, la tumba donde sería colocado el cuerpo del Maestro inauguraba aquel cielo y tierra también nuevos, transformados y vivificados por la muerte y posterior resurrección del Hijo del Hombre.
José de Arimatea fue a pedir el cuerpo, sabiendo lo que ello implicaba. Se dice que él y Nicodemo, ambos, bajan al Cristo de la cruz, envolviéndole posteriormente en lienzos de lino y colocándolo en el sepulcro recién excavado.
El de Arimatea y Nicodemo no podían prever el alcance de sus acciones. Que aquel acto piadoso quedaría escrito y resguardado en la memoria de una comunidad apenas prefigurada.
Pero el Maestro ya sabía en dónde terminaría su cuerpo, cómo sería embalsamado y también que de aquella tumba saldría, triunfante y glorioso, tres días después.
[La sepultura donde serán depositados nuestros restos ya está designada por la voluntad divina. Y también existe la posibilidad de que nuestros huesos no tengan cabida en un ataúd resguardado por una lápida. En el violentísimo México actual, también cabe esa posibilidad.]
El Maestro ya sabe cuáles serán nuestras traiciones, cuántas serán las lágrimas que habremos de derramar tratando de aminorar el peso y la culpa que deja la traición, cómo habremos de sobrellevar esas últimas horas antes de caer segados en el sueño atroz y ciego.
Y también Él, en este mundo y cielo nuevos, en esta nueva época, sabe que habremos de presentarnos a rendir cuentas, por lo que hicimos o lo que dejamos de hacer, acciones, obras y omisiones, pensamientos y deseos, mentiras y fraudes.
El sagrario está solo, vacío.
Se ha cerrado la gloria.
Y ésta sólo volverá a abrirse dentro de tres días, para recibir, triunfante y radiante, a Aquél cuyo nombre está sobre todo nombre.
1774.
Nam stat fua cuiq~ dies, breue et irreparabile tempus.
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