Nosotros los mayas, ustedes los gringos.
Apocalypto es una película que sigue gustándome, a pesar de lo desmadrado de su estructura.
Si la Guerra Florida era tan monstruosa como lo relatan los historiadores de la Conquista, Gibson se quedó corto, aunque da una idea muy buena de lo que debió ser aquel festín inimaginable de sangre.
Se cuenta que en alguna ocasión especial fueron sacrificados 10,000 prisioneros. Y todos en un par de semanas, es decir, aquello funcionaba como más tarde sólo lo harían los efectivísimos campos de exterminio nazis.
Y si Gibson arremetió en sus borracheras contra los judíos, no menos es cierto que después de ver Apocalypto quedan ganas de mentársela a esos españoles burócratas que exigen la carta de visita. Los muy hijos de puta.
Pero, bueno, vayamos a lo que nos atañe.
Si la sangre horroriza, hay una escena que me sigue dejando los pelos de punta. Es en el momento de los sacrificios humanos. Cuando al último sacrificado le arrancan el corazón, para después asarlo a las brasas, y esto justo antes de que un machetazo haga rodar la cabeza desprendida de el cuerpo. Ambos bajan. Y la cámara, haciendo las veces de ojos, se permite rodar en una surrealista toma, cayendo al pie de los pedestales de piedra, antes de rodar pendiente abajo, tropezando con un innimaginable número de escalones.
Porque el hecho de ser extirpado del corazón dejaba algunos segundos vivo al prisionero -se dice que incluso un par de minutos- y esto, al arrancar la cabeza, privándola de oxígeno pero no de todas sus demás funciones, daban al cerebro un tiempo de vida de entre 4 y 6 minutos. Es decir, un infierno terreno de alrededor de 5 minutos, en los cuales se era conciente del cuerpo mutilado, de la carrera macabra por los escalones, y después, la triunfante demostración de quienes abajo aguardaban los trofeos quasi de guerra.
Decadencia, sí, pero también un grado de refinamiento exquisito. Al igual que hoy los magnates y poderosos pueden darse el lujo de los submarinos, los viajes a la luna o la caza de elefantes. Es lo mism: el poder por el poder, el desprecio más irracional a la vida, y la falta de goce de lo que se tiene.
Finalmente, a esa reverencia ante la muerte o el sacrificio de los prisioneros, obedece la intención de no permitir que el orbe caiga, se despedaza, o desaparezca llevándonos a cuestas. Y la única diferencia de aquellos señores con los magnates de hoy, es que lo actuales, en lugar de tratar de impedir que el sol fenezca, tratan de que la economía global no se vaya por el caño, ya que perderían sus prerrogativas. Recordemos a principios de los 90', cuando los rublos eran despedazados y hechos papel higiénico, ya que era más barato el papel de los billetes que comprar la pulpa virgen para elaborar el papel sanitario.
Se acusó, por la sangre extrema del filme, a Gibson de ser un mero 'entretenedor'. ¿Acaso puede pedírsele algo más a quien hace cabalmente su trabajo?
Gibson no hace un documental para el Histroy Channel, no hace un reportaje para la National Geographic. Hace un filme sobre los mayas y su decadencia a punto de ser aplastada por otra decadencia no menos peor: la de la corona española que encontró en esas otras tierras un bastión para expandir su modus vivendi, llevándose de encuentro a los nativos, por más buenas intenciones que se tuvieran al respecto.
Porque a los buenos salvajes se les domesticó, se les enseñó a llevar jubón y camisa, desprendiéndoseles de los taparrabos y penachos, todo para mostrar la valía de una nación entre otras naciones.
Y esto es lo que muestra Gibson en esa escena final tan criticada. Los galeones españoles regurgitan barcazas, con españoles bien peinados, evangelizadores con miradas terribles, ante la vista inconmensurable de una selva desconocida y agreste, 'puesta allí por el designio de Dios'.
Se trata, bien visto, de reemplazar el cuchillo de piedra por el cáliz y la cruz, con todas las consecuencias que esto acarrea.
Lo cuestionable -y quizá cierto- es esa primera frase, al inicio de la película, antes de las primeras escenas. 'Una cultura sólo puede ser conquistada si previamente ella misma ya se ha destrozado por dentro'. O algo así. Estaríamos, entonces, ante una cinta que trataría de demostrar la intención de someterse, la búsqueda de una vía de escape, de todos los pueblos sometidos bajo el yugo español.
No veo ni percibo este proceso en los indígenas retratados por Sahagún y demás historiadores. No veo ni percibo que los indígeneas hayan cedido ante las enseñanzas misioneras como quien se ve obligado por el destino a hacerlo. Mucho menos veo ni percibo que los pueblos hayan por conveniencia, o quizá por comodidad, decidido abandonarlo todo de una sola vez, para comenzar como esclavos ante una cultura dominante.
Más bien, percibo el cansancio de una cultura que, llegado al límite de su horizonte histórico, es incapaz de fabricarse un futuro, sucumbiendo al presente.
Eso es lo que deja Apocalypto al final: la sensación de que los mayas habían perdido de una manera irremediable, su visión del futuro. Que estaban tan empecinados en mantener un presente bajo el amparo y protección del Sol y la madre Natura que eran incapaces de pensar o imaginar siquiera un futuro próximo, casi inmediato.
Apocalypto muestra. Y en ocasiones, gracias a la fotografía, a la historia tan simple y a las actuaciones medianamente buenas, no sólo muestra, sino que también demuestra. Que los mayas en su monolítica grandeza, adolecían también de un inquietante y enorme tendón de Aquiles.
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Nam stat fua cuiq~ dies, breue et irreparabile tempus.
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