Manifiesto al pueblo mexicano
Felipe Ángeles
Manifiesto al pueblo mexicano
En menos de medio siglo, después de nuestra emancipación de la gloriosa España, el movimiento liberal mexicano cristalizó en la Constitución de 1857, integrada con las Leyes de Reforma, para cuya obediencia ha sido un inmenso obstáculo el gobierno de caudillos, sostenidos por un ejército modelado a la usanza de los tiempos predemocráticos.
Bajo el férreo gobierno de dictadores, la constante aspiración del pueblo ha consistido en ser gobernado por los preceptos de esa Constitución, y esa aspiración se ha mezclado con vagos anhelos de reformas que hagan desaparecer injusticias y malestares sociales.
En breve frase pueden condensarse los desiderata del pueblo, diciendo que la sociedad mexicana tiende a asegurar y a perfeccionar la democracia y, dentro de ella, a corregir las injusticias que ha producido una viciosa organización social ya prevenir las que en el futuro pudiera producir.
La primera fase de esa evolución debe indispensablemente iniciarse con el acatamiento del primer principio de orden de una nación: la inderogabilidad de su Ley Fundamental; esa primera fase debe partir del imperio efectivo de la Constitución de 1857, y debe consistir en el establecimiento de un gobierno democrático legítimo.
Para que pueda existir un gobierno democrático, es decir, un gobierno de autoridades, real y libremente elegidas, que consignen en nuevas leyes las reformas que anhele el pueblo y que gobiernen como servidoras del pueblo y para beneficio del pueblo, y no de las autoridades mismas, es indispensable destruir el caudillaje y suprimir el ejército que sirve al caudillo como instrumento de tiranía.
Todo caudillo satisface naturalmente las condiciones de un dictador y sus tropas constituyen el instrumento más adecuado a su despotismo. Además, ese ejército, aparte de que es impropio para los altos fines a que debe estar destinado, se convierte sin dificultad en órgano de opresión. Por lo tanto, si queremos asegurar la democracia, debemos acabar para siempre con el gobierno de la espada, inhabilitando a todo caudillo para ser elegido como presidente de la República, e instituyendo un ejército genuinamente nacional, representante del pueblo entero e inadecuado para sofocar las manifestaciones del sentimiento popular.
En tiempos del militarismo que originó incidentalmente el gran Cromwell, Inglaterra llamó al heredero del decapitado reo del absolutismo, aterrorizada a la sola idea de tener que soportar el despotismo humillante y odioso de tiranos sin gloria, elevados al poder por revoluciones militares que se suceden a cortos intervalos.
Restaurar la Constitución de 1857 y romper para siempre la espada opresora, con objeto de asegurar definitivamente el establecimiento de la democracia de nuestro país, deben ser nuestros inmediatos ideales; hacer las reformas que exige nuestro estado social actual será enseguida la obra de los representantes del pueblo, cuya labor continua e indefinida perfeccionará nuestras instituciones democráticas y hará de nuestra patria una adelantada y justa sociedad fraternal.
Imponer con las armas reformas que dicta la voluntad de un jefe o de un partido, es reincidir en el despotismo y menospreciar las instituciones democráticas.
Si en la conciencia nacional existe, como yo creo, la convicción de que la sociedad mexicana necesita urgentemente reformas que afecten a toda la nación y que no sean meramente locales, las instituciones democráticas garantizan su realización.
Lo que indudablemente requiere la nación para salvarse de esta tremenda crisis económica que han creado la Constitución de Querétaro y la inmoralidad y estrecho criterio de odio de las autoridades carrancistas, es trabajar; pero, para trabajar, cada quien necesita plenas garantías en su vida y en sus intereses, y el fraternal apoyo de sus compatriotas, y la ayuda servicial y justiciera de todas las autoridades.
Trabajar en armoniosa confraternidad es no sólo necesario para salir de esta tremenda crisis económica; es también un estricto deber patriótico, para evitar el peligro de un inmenso sacrificio y de una trascendente humillación, pues no podemos asegurar que la doctrina wilsoniana (que nos reconoce el derecho de pelear nuestras propias batallas por la libertad, aunque en ellas algunos ciudadanos americanos resientan inevitables perjuicios) siga acatándose por el gran pueblo americano cuando tenga una nueva administración y millones de soldados ya desocupados.
La vecindad de Estados Unidos (país poderoso en fase avanzada de civilización) constituye durante nuestras luchas intestinas un peligro inminente, que no podrá conjurarse con la actitud demagógica de Carranza, quien adula y fomenta el sentimiento antiamericano y hace concebir ilusiones de alianzas imposibles e ineficaces, sino con una política de sincera amistad, de aspiración a los mismos ideales y de respeto muto a toda clase de intereses y derechos, especialmente el de la soberanía.
Ante la gravedad de una situación y de una actitud que comprometen el porvenir de mi patria, con el derecho que tengo como mexicano y cumpliendo con el deber que impone a todo ciudadano la voluntad nacional consignada en la Constitución de 1857, convoco a todo el pueblo mexicano para luchar por la restauración de esa Ley Fundamental, tal cual la encontraron los funestos acontecimientos de febrero de 1913, y por la extirpación del gobierno de caudillos, que con la fuerza de un ejército opresor ahoga en sangre las libertades del pueblo.
Para lograr estos propósitos y establecer un gobierno democrático, propongo lo siguiente a mis conciudadanos que estén ya levantados o se levanten después en armas desconociendo a las autoridades carrancistas.
Que durante la lucha, vayamos protegiendo el nombramiento de autoridades locales provisionales designadas por el voto público, siguiendo lo más cerca posible el espíritu de las leyes, y que nos esforcemos por que toda persona sea respetada en sus intereses legítimos hasta donde lo permitan las necesidades de la guerra entre civilizados. Que a medida que vayan pacificándose los estados, sus gobernadores convoquen a elecciones de autoridades locales definitivas. Que cuando hayamos triunfado, el jefe militar de facción, que por designación de los comandantes de las otras facciones revolucionarias sea nombrado jefe supremo para acaudillar la Revolución, convoque a elecciones de autoridades federales. Que velemos porque en las elecciones se respete el sufragio de todos los ciudadanos, cualquiera que sea el partido a que pertenezca. Que para realizar uno de los ideales a que aspiramos, la extinción del caudillaje, quede necesariamente excluida de dichas elecciones la candidatura del caudillo. Que el Congreso de la Unión, en el libre ejercicio de sus facultades, rechace o legitime la obra legislativa y administrativa de pasadas asambleas y gobiernos revolucionarios.
Vine del pueblo y era yo exclusivamente un soldado. La ignominia de febrero de 1913 me hizo un ciudadano y me arrojó a la Revolución en calidad de devoto de nuestras instituciones democráticas. Ahora de nuevo, por constitucionalista y demócrata, vuelvo a la lucha armada contra el caudillo que se opuso a Huerta, en nombre de la Constitución de 1857, y que impúdicamente la abrogó al triunfo (retrotrayendo así al pueblo mexicano a la era caótica de los tiempos de Santa Anna, en la que aún no teníamos carta constitucional estable de nuestras instituciones); que se llama demócrata y que, cosa inaudita, privó del voto a los no carrancistas, y que para coronar sus atentados, impuso a la nación con la fuerza de las armas, una nueva Ley Fundamental que, suprimiendo la responsabilidad del presidente de la República por sus violaciones al sufragio, ha institucionalizado el procedimiento absolutista de Porfirio Díaz, consistente en substituir la voluntad nacional por la del Ejecutivo, para ser el único elector, fuente de todo poder y árbitro absoluto de los destinos de la patria. Esta serie de atentados y la incapacidad de la administración carrancista, nos han llevado a la ruina económica y a la anarquía, y si no subvirtiéramos al actual gobierno, nos llevarían indudablemente a la pérdida de nuestra soberanía o a la mutilación del territorio nacional.
El lábaro democrático que empuñó Madero contra la dictadura, es la misma bandera revolucionaria que enarboló Juárez a la cabeza del viejo e histórico Partido Liberal; es la misma enseña nacional que simbolizó a la patria en las guerras contra la Intervención francesa y el imperio de Maximiliano; es el mismo emblema que al triunfo de la República, en esas guerras de nuestra segunda independencia, se transformó en expresión consagrada de la voluntad nacional y en firme ase de nuestras veneradas y anheladas instituciones democráticas y, finalmente, con el respeto unánime nacional a esa Ley Fundamental, durante medio siglo, ese pabellón que tiene todos los prestigios y la gloria de todas las victorias, esa Constitución de 1857, es el hecho que ante el mundo entero prueba la existencia de la nación mexicana, en el concierto de los pueblos libres, organizados.
Hoy, como en el octavo año de nuestra lucha por la independencia, el país está exhausto de riqueza y el pueblo está agobiado de sufrimientos y decepcionado del movimiento libertario de 1910, por la impostura de Carranza. Pero tengo la firme convicción de que, así como hace un siglo yacía en el seno de las cenizas el fuego sagrado de la independencia que al fin se consumó, ahora yace la llama de la democracia que establecerá definitivamente el imperio de la ley y que extirpará para siempre la plaga de los caudillos dictadores.
Esta batalla democrática, aparentemente fracasada por el perjurio de Carranza, que no teniendo apoyo de sus tropas, recurrió a la corrupción de ellas para tenerlo, que aun así no quiso abandonar un solo momento el Poder Ejecutivo, por temor de no poder recuperarlo y que tuvo que derogar la Constitución para remover el obstáculo que le impedía ser presidente de la República; esta lucha democrática, repito, castigando al perjuro que por satisfacer una vanagloria efímera no tuvo escrúpulos en retrotraer a su patria a la era caótica de los principios de una sociedad que aún no tiene carta fundamental estable de sus instituciones, cerrará un ciclo de nuestra evolución y afianzará el régimen efectivo de la democracia.
Quedará establecida, entonces, la indispensable base para el futuro engrandecimiento de la patria, en cuyo seno luchen los partidos y se impongan las reformas con el número de los votos y no con el de las bayonetas.
Sólo entonces tendremos un gobierno fuerte; no porque el presidente de la República sea un enérgico dictador apoyado en sus cañones, sino porque siendo un fiel mandatario obediente de la voluntad nacional consignada en las leyes, esté resueltamente sostenido por el pueblo que lo invistió de autoridad y que considera el menoscabo de esa autoridad como menoscabo del honor nacional.
La Patria, El Paso, 5 de febrero de 1919.
Nam stat fua cuiq~ dies, breue et irreparabile tempus.
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