Carta acerca del origen de la imagen de Nuestra Señora de Guadalupe de México. 61 - 65.

Quod scripsi, scripsi!


61.- Algún reparo merecen las inverosimilitudes de la historia de la Aparición, según la trae Becerra Tanco, que pasa por ser el autor más fidedigno.

62.- Juan Diego era un indio recién convertido: así lo dice Tanco, y lo confirman otras circunstancias. En los primeros años sólo a los párvulos se administró el sacramento del Bautismo, y rara vez a los adultos, cuando daban señales extraordinarias de su fe, o se hallaban en artículo de muerte. Verdad es que lo reciente de la conversión del indio no era en sí un obstáculo para que recibiese un señalado favor del cielo; mas parece que su instrucción religiosa era escasa. Luego que vio el resplandor y oyó el concierto de pajarillos en el cerro le ocurre una exclamación gentílica: «¿Por ventura he sido trasladado al paraíso de deleites que llaman nuestros mayores origen de nuestra carne, jardín de flores o tierra celestial oculta a los ojos de los hombres?» Y a poco para no encontrarse con la Virgen y evitar una reconvención, toma otro camino: esto no es candidez sino ignorancia absoluta de la religión que había abrazado. ¿Qué idea tenía de la Santísima Virgen el buen Juan Diego, cuando con esta pueril estratagema pensaba excusarse de ser visto por la Soberana Señora? La falta cometida consistía en no haber acudido a la cita que ella le dio el día anterior, porque fue a Tlatelolco para pedir que se administrasen a su tío Juan Bernardino los sacramentos de la Penitencia y Extrema unción. Nadie ignora, pues Mendieta lo dice, que «a los principios en muchos años no se dio a los indios la Extrema unción». La Penitencia se les escaseaba.

63.- Cuando el indio quiso entrar a la presencia del señor Obispo, se lo estorbaron los familiares y le hicieron aguardar largo tiempo. Quisiera yo saber qué familiares tenía el señor Zumárraga en 1531, y cómo era que los indios encontraban dificultades para acercarse a un prelado que siempre andaba —36→ entre ellos, al extremo de que algunos españoles se lo tenían a mal.

64.- La última vez que Juan Diego se presentó al señor Obispo le llevó las credenciales de su embajada, que eran las rosas solamente, según unos, y esas y otras flores, según otros. Ciertamente que la seña no era para creída. Se hace consistir lo maravilloso del caso en que el indio hallara flores en la estación del invierno, y que estuvieran en la cumbre de un cerro estéril. Lo primero nada tenía de particular, porque los indios eran muy aficionados a las flores y las cogían en todo tiempo. Vemos hoy que no hay mes del año en que no se vendan en México ramilletes de flores a precio ínfimo. La segunda circunstancia no le constaba al señor Zumárraga: no sabía en qué lugar se habían cortado aquellas flores, que bien podían provenir de una chinampa. Así es que ninguna sorpresa podía causarle que cayesen al suelo flores cuando el indio descogió la manta, ni aquella seña servía para acreditar la embajada.

65.- Pero al tiempo mismo de caer las flores apareció pintada en la manta la Santísima Virgen, «y habiéndola venerado (el señor Obispo) como cosa celestial, le desató al indio el nudo de la manta, y la llevó a su oratorio». Según eso, ligero en creer era el señor Zumárraga, y no puede atribuírsele cualidad más ajena de su carácter, escrupuloso y severísimo como era en materia de milagros. Disertan mucho los autores guadalupanos sobre cuándo se pintó la imagen; aunque todos concuerdan en que al soltar Juan Diego la tilma ya apareció pintada. Éste fue el gran prodigio; pero tampoco le constaba al señor Zumárraga. Si se dijese que por un momento, al descogerla, estuvo blanca la manta y enseguida apareció en ella la Santa Imagen, el prodigio habría sido evidente, y como obrado a su vista, no podía ponerlo en duda el señor Zumárraga. Para Juan Diego lo sería, pues habiendo salido de casa con su manta blanca, la veía repentinamente pintada sin intervención humana: mas no para el señor Obispo. Éste debía dudar, y con muy buenos fundamentos, del origen de la pintura. El indio se había ofrecido animosamente a traer la seña que se le pidiese, y venía saliendo con unas flores que nada significaban: si —37→ hubiera obrado en presencia del señor Obispo alguna maravilla, como Moisés delante de Faraón, ya sería otra cosa. Enseguida muestra una imagen pintada en su tilma. Sólo por luz especial del cielo podía haber conocido instantáneamente el señor Zumárraga, que aquella pintura era celestial: sin eso, lo natural era pensar que aquel indio no había hecho más que procurarse de algún modo la imagen, para dar fuerza con ello a la pobre credencial de las flores. Aunque no sepamos de cierto que ya para esa fecha hubiese en México pintores, tampoco nos consta lo contrario; y en todo caso, bien valía la pena de que en negocio tan grave el cauto señor Zumárraga hubiese averiguado muy detenidamente de dónde venía la pintura, en vez de arrodillarse ante ella tan pronto como la vio, quitarla desde luego de los hombros del indio con sus propias manos, y exponerla inmediatamente al culto público en su oratorio. Ningún Obispo procedía tan de ligero, y menos un varón tan grave. Otra circunstancia debió aumentar su justa desconfianza: la de que la imagen está pintada en una manta fina de palma, y no en un grosero ayate de maguey, que era la materia de que usaban sus tilmas los macehuales o plebeyos, como Juan Diego. ¿De dónde le había venido esa capa tan ajena de su humilde condición?

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